lunes, 21 de enero de 2013

La despedida


Cuando me encontré contigo
y con la seriedad que revestía tu rostro
supe que sabías algo,
que entendías que languidecía lo nuestro.

Sentí cierto alivio,
tu sonrisa habría taladrado mi pecho.

Tenías prisa por ver
lo que tenía para ti,
era una carta que escondía
los rescoldos de mi cobardía.

Nos dirigimos a un bar
como quien camina
sabiendo que a la vuelta de la esquina
un cuchillo rasgará su yugular.

Las emociones rebotaban por mi cuerpo
pero me mostré como el hielo,
no podía volver a caer
en la trampa de mi miedo.

Esta vez era diferente:
había quemado tu paciencia,
había colapsado mi conciencia
y silenciosa, nos aguardaba la muerte.

Más tarde, tras secar mis lágrimas,
sentí madurez, pude entender
que tomar decisiones propias
es lo que me hará crecer.

Busqué tus ojos
aferrándome a las últimas instantáneas;
tus ojos azules
que esquivaban mis pupilas.

Las miradas se cruzaron
en ocasiones contadas;
tus ojos escondían el dolor
y el orgullo ensalzaban.

Todavía resuenan en mis oídos
tus últimas palabras:
“Que te vaya bien en la vida”
dijiste con crudeza,
y allí me quedé yo sola
con mi tristeza.