lunes, 2 de diciembre de 2013

Mi tristeza

Hoy estoy triste y es por muchas razones, día a día percibo los cambios que suceden alrededor y la mayoría me parecen desoladores. Quizá esté predispuesta a ver lo negativo. El caso es que una parte de mí se avergüenza de vivir en un país cuyos cimientos se desmoronan, a pesar de que se yerga con orgullo, mientras entierra la mierda bajo tierra, rezando porque aguante al menos dos años y no salgan a la luz otros secretos que esconde el subsuelo. Muchos días me digo a mí misma que debo hacer algo: gritar, revolverme, asociarme, manifestarme… y me maldigo por haber perdido la motivación y la ilusión. Poco después me auto-justifico pensando en que tengo que organizar mi vida, encontrar un trabajo… Finalmente una única idea: escapar, salir huyendo de esta prisión de libertad. Porque cuando los derechos que poseemos como iguales y la dignidad inherente al ser humano son arrancados, entonces, ¿qué queda?

Limitar un derecho tan integrado y asentado en la sociedad como es el de huelga. Me imagino que debe de ser molesto aguantar el descontento y las protestas de los ciudadanos, esos a quienes acusan de haber vivido por encima de sus posibilidades. Y si ellos son molestos, los individuos que viven en la calle, probablemente por decisión propia o como forma de protesta y a costa de pedir limosna y de ensuciar las calles, esos, por supuesto, deben ser multados: que saquen el dinero de donde tan bien lo esconden.

Por cierto, esa gente que ha vivido por encima de sus posibilidades que se sacrifique por el bien común: contribuyendo más en sus impuestos, pagando más por alimentarse, por vivir entre cuatro paredes con suministros a precios desorbitados (a pesar de que sobra sol y agua no falta), por servicios básicos que deberían ser públicos, por actividades artísticas que llenan nuestras almas pero vacían nuestros bolsillos. Si no son capaces de asumir estos pequeños sacrificios, son libres para lanzarse desde el quinto, que ya se hará un apaño para incluirlo en la estadística como violencia de género.

Mi tristeza se convierte en piedad cuando veo que nuestros líderes (por llamarlos de algún modo), se ensañan en despellejar a los desesperados inmigrantes que intentan acceder desde Melilla. Deberían, como dijo el “Gran Wyoming”, poner las cifras del paro en las concertinas; o mejor aún, exhibir orgullosos los derechos que ya nos han expoliado. Pensándolo bien, si se juegan la vida es porque vienen de un lugar mucho peor que este. Pero, ¿de verdad vamos a permitir que derramen su sangre, vamos a matarles pasivamente mientras nuestras miradas vacías buscan otra distracción apaciguadora? Supongo que sí, porque los de abajo ya sólo tememos nuestra propia muerte, y los de arriba siguen alimentado su irrefrenable sadismo.

Mi tristeza y mi piedad se mezclan con rabia cuando llego a la conclusión de que esos de arriba que mueven las sogas, o los hilos, pretenden decidir lo que yo hago con mi dinero, lo que tú haces con tu enfado, lo que aquel ve por televisión, lo que éste escucha, lo que ella lee, lo que ellos piensan y en última instancia, en los actos de todos nosotros; quiero decir en los actos que llevaríamos a cabo si pudiésemos obrar con libertad, sin temor a recibir un porrazo, una puñalada trapera o una condena ejemplarizante.

Hoy me dejo muchas cosas en el tintero, pero lo de hablar sin decir nada ya se lo dejo a los que nos gobiernan y mandan. No pretendo desanimar a nadie, tan sólo hablo desde mi tristeza.