Hoy estoy triste y es
por muchas razones, día a día percibo los cambios que suceden alrededor y la
mayoría me parecen desoladores. Quizá esté predispuesta a ver lo negativo. El
caso es que una parte de mí se avergüenza de vivir en un país cuyos cimientos
se desmoronan, a pesar de que se yerga con orgullo, mientras entierra la mierda
bajo tierra, rezando porque aguante al menos dos años y no salgan a la luz
otros secretos que esconde el subsuelo. Muchos días me digo a mí misma que debo
hacer algo: gritar, revolverme, asociarme, manifestarme… y me maldigo por haber
perdido la motivación y la ilusión. Poco después me auto-justifico pensando en
que tengo que organizar mi vida, encontrar un trabajo… Finalmente una única
idea: escapar, salir huyendo de esta prisión de libertad. Porque cuando los
derechos que poseemos como iguales y la dignidad inherente al ser humano son
arrancados, entonces, ¿qué queda?
Limitar un derecho tan
integrado y asentado en la sociedad como es el de huelga. Me imagino que debe
de ser molesto aguantar el descontento y las protestas de los ciudadanos, esos
a quienes acusan de haber vivido por encima de sus posibilidades. Y si ellos
son molestos, los individuos que viven en la calle, probablemente por decisión
propia o como forma de protesta y a costa de pedir limosna y de ensuciar las
calles, esos, por supuesto, deben ser multados: que saquen el dinero de donde
tan bien lo esconden.
Por cierto, esa gente
que ha vivido por encima de sus posibilidades que se sacrifique por el bien
común: contribuyendo más en sus impuestos, pagando más por alimentarse, por
vivir entre cuatro paredes con suministros a precios desorbitados (a pesar de
que sobra sol y agua no falta), por servicios básicos que deberían ser
públicos, por actividades artísticas que llenan nuestras almas pero vacían
nuestros bolsillos. Si no son capaces de asumir estos pequeños sacrificios, son
libres para lanzarse desde el quinto, que ya se hará un apaño para incluirlo en
la estadística como violencia de género.
Mi tristeza se
convierte en piedad cuando veo que nuestros líderes (por llamarlos de algún
modo), se ensañan en despellejar a los desesperados inmigrantes que intentan
acceder desde Melilla. Deberían, como dijo el “Gran Wyoming”, poner las cifras
del paro en las concertinas; o mejor aún, exhibir orgullosos los derechos que
ya nos han expoliado. Pensándolo bien, si se juegan la vida es porque vienen de
un lugar mucho peor que este. Pero, ¿de verdad vamos a permitir que derramen su
sangre, vamos a matarles pasivamente mientras nuestras miradas vacías buscan otra
distracción apaciguadora? Supongo que sí, porque los de abajo ya sólo tememos
nuestra propia muerte, y los de arriba siguen alimentado su irrefrenable
sadismo.
Mi tristeza y mi
piedad se mezclan con rabia cuando llego a la conclusión de que esos de arriba
que mueven las sogas, o los hilos, pretenden decidir lo que yo hago con mi
dinero, lo que tú haces con tu enfado, lo que aquel ve por televisión, lo que
éste escucha, lo que ella lee, lo que ellos piensan y en última instancia, en
los actos de todos nosotros; quiero decir en los actos que llevaríamos a cabo
si pudiésemos obrar con libertad, sin temor a recibir un porrazo, una puñalada
trapera o una condena ejemplarizante.
Hoy me dejo muchas
cosas en el tintero, pero lo de hablar sin decir nada ya se lo dejo a los que
nos gobiernan y mandan. No pretendo desanimar a nadie, tan sólo hablo desde mi
tristeza.
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