domingo, 1 de septiembre de 2013


La cueva del Blues

Una pequeña e inesperada cueva de ladrillos rojos descoloridos, desgastados por la erosión de tantas notas y tantos alientos nocturnos.  Veinte personas a lo sumo, cada uno de su padre y de su madre. Un cuenco de pipas en cada pequeña mesa, aderezadas con un tercio de cerveza a gusto del consumidor: rubia, castaña o morena (sobra decir que no me gustan las rubias). Y esa melodía de fondo…
Esa guitarra electrizante, acariciada sin pausa, resonando por toda la cueva. Manejada por ese tipo habilidoso de pelo gris y perilla también gris, con voz hueca y acento de Lejano Oeste. La base la ponían una joven batería junto a un bailarín y más experimentado bajo. No quiero desmerecerlos, pero la guitarra eléctrica era prodigiosa, culpable de que olvidara por unos minutos que me encontraba en Madrid. Incluso, empecé a imaginar lo bien que le quedaría al cantante un sombrero vaquero, de color claro, a juego con sus pantalones descoloridos. No iba mal vestido, llevaba ropa cómoda, pero qué bien le quedaría la indumentaria vaquera y las características botas dándole el toque de carácter obligatorio.
¿Hablarán las guitarras? Porque cuando las tocan con ese virtuosismo y esa pasión, yo las oigo cantar. Es una canción triste y a la vez alegre, transmite tantas emociones encontradas… Y un cúmulo de sensaciones que van desde la inspiración al embelesamiento, desde el pasmo hasta el hechizo, de la abstracción a la hipnosis, pasando por la enajenación y confluyendo en el éxtasis.
Cómo me gustaría ser músico, qué sensación. Deben de sentir que están haciendo algo grande, sobre todo cuando componen. Hacen algo único, llevan el instrumento a su terreno, lo dominan y le hacen bailar a su son. Me parece tan admirable…

¿Recorrerán esas vibraciones sus cuerpos? ¿Hasta qué punto no se sienten parte del instrumento, como si se hubieran mimetizado con él? Por el momento, dejaré de hacerme preguntas y seguiré disfrutando de este magnífico Blues.