La cueva del Blues
Una
pequeña e inesperada cueva de ladrillos rojos descoloridos, desgastados por la
erosión de tantas notas y tantos alientos nocturnos. Veinte personas a lo sumo, cada uno de su
padre y de su madre. Un cuenco de pipas en cada pequeña mesa, aderezadas con un
tercio de cerveza a gusto del consumidor: rubia, castaña o morena (sobra decir
que no me gustan las rubias). Y esa melodía de fondo…
Esa
guitarra electrizante, acariciada sin pausa, resonando por toda la cueva.
Manejada por ese tipo habilidoso de pelo gris y perilla también gris, con voz
hueca y acento de Lejano Oeste. La base la ponían una joven batería junto a un
bailarín y más experimentado bajo. No quiero desmerecerlos, pero la guitarra
eléctrica era prodigiosa, culpable de que olvidara por unos minutos que me
encontraba en Madrid. Incluso, empecé a imaginar lo bien que le quedaría al
cantante un sombrero vaquero, de color claro, a juego con sus pantalones
descoloridos. No iba mal vestido, llevaba ropa cómoda, pero qué bien le
quedaría la indumentaria vaquera y las características botas dándole el toque
de carácter obligatorio.
¿Hablarán
las guitarras? Porque cuando las tocan con ese virtuosismo y esa pasión, yo las
oigo cantar. Es una canción triste y a la vez alegre, transmite tantas
emociones encontradas… Y un cúmulo de sensaciones que van desde la inspiración
al embelesamiento, desde el pasmo hasta el hechizo, de la abstracción a la
hipnosis, pasando por la enajenación y confluyendo en el éxtasis.
Cómo
me gustaría ser músico, qué sensación. Deben de sentir que están haciendo algo
grande, sobre todo cuando componen. Hacen algo único, llevan el instrumento a
su terreno, lo dominan y le hacen bailar a su son. Me parece tan admirable…
¿Recorrerán
esas vibraciones sus cuerpos? ¿Hasta qué punto no se sienten parte del instrumento,
como si se hubieran mimetizado con él? Por el momento, dejaré de hacerme
preguntas y seguiré disfrutando de este magnífico Blues.
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