Cuando me
encontré contigo
y con la seriedad
que revestía tu rostro
supe que
sabías algo,
que entendías
que languidecía lo nuestro.
Sentí cierto
alivio,
tu sonrisa
habría taladrado mi pecho.
Tenías prisa
por ver
lo que tenía
para ti,
era una carta
que escondía
los rescoldos
de mi cobardía.
Nos dirigimos
a un bar
como quien
camina
sabiendo que
a la vuelta de la esquina
un cuchillo
rasgará su yugular.
Las emociones
rebotaban por mi cuerpo
pero me
mostré como el hielo,
no podía
volver a caer
en la trampa
de mi miedo.
Esta vez era
diferente:
había quemado
tu paciencia,
había
colapsado mi conciencia
y silenciosa,
nos aguardaba la muerte.
Más tarde,
tras secar mis lágrimas,
sentí
madurez, pude entender
que tomar
decisiones propias
es lo que me
hará crecer.
Busqué tus
ojos
aferrándome a
las últimas instantáneas;
tus ojos
azules
que
esquivaban mis pupilas.
Las miradas
se cruzaron
en ocasiones
contadas;
tus ojos
escondían el dolor
y el orgullo
ensalzaban.
Todavía
resuenan en mis oídos
tus últimas
palabras:
“Que te vaya
bien en la vida”
dijiste con
crudeza,
y allí me
quedé yo sola
con mi
tristeza.
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